Su experiencia militar y su juramente de fidelidad hicieron de ellos unos de los combatientes más letales de su tiempo y provocaron que, para líderes como Basilio II, fuesen sus hombres de confianza. Para desgracia de su reputación, también solían beber hasta la extenuación en las tabernas (llegaron a ser conocidos como los « odres del emperador »), disfrutaban visitando continuamente los burdeles de Constantinopla e, incluso, solían acudir al hipódromo para matar el tiempo hasta la llegada de su siguiente turno.